viernes, 8 de julio de 2011

ÚLTIMO ROUND DE UNA LEYENDA: HEMINGWAY A 50 AÑOS DE SU MUERTE



Escribir también es callarse, aullar sin ruido.

Él era el hombre que se había creado a sí mismo cazando, pescando, boxeando, toreando y combatiendo. Esa estampa virilizada no podía ser contaminada por el soplo crepuscular de la degradación física y mental, tanto más radical cuanto menos advertida. “El hombre puede ser destruido, pero jamás derrotado.” Esta frase de uno de sus personajes más paradigmáticos, Santiago de El viejo y el Mar, podría ser su divisa antropológica. Como los héroes de sus ficciones –guerreros, cazadores, toreros, contrabandistas, aventureros de toda suerte y clase social– no claudicaría. Ya lo había intentado en otras ocasiones, como si hubiera pretendido encarnar lo escrito en uno de sus cuentos, “Un lugar limpio y bien iluminado”. Esta vez no admitiría otra prórroga al knock out que deseaba. Pero el silencio hace ruido. Siempre. Como un cajón cerrándose de golpe. Eso creyó escuchar su mujer, entre sueños, la madrugada del 2 de julio de 1961. Uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo XX, curtido en el fino arte de la necrológica antes de tiempo, esta vez lo hizo. Tal vez su cara era como una fiesta de la cual ya se habían ido todos. Ernest Hemingway, el autor de Adiós a las armas, decidió volarse la cabeza de un certero escopetazo, en su casa de Ketchum (Idaho), hace 50 años.

Conviene eclipsar a esos tentadores heraldos de Hemingway para zambullirse en su formación y en sus obras. A los 18 años, entró a trabajar en el Kansas City, uno de los grandes diarios norteamericanos de posguerra. En las mesas de redacción aprendió a escribir frases breves que capturaron de inmediato la atención de los lectores, desechó el barroquismo retórico y desterró esos adjetivos inútiles que cuando no dan vida matan; recursos que pronto se erigirían en la columna vertebral de su poética. Siempre quiso ser escritor; el periodismo sería un ámbito de fogueo. La afectación lo irritaba. Prefería construir las frases como un cristal que logra provocar la emoción, pero sin anunciarla, relatando de manera precisa la experiencia capaz de causarla. “Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir con el principio del iceberg –confesaba el escritor a la revista Paris Review, en 1958–. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato.” En el cuento, precisamente, aplicará esta técnica nueva: mostrar sólo una mínima parte de la historia y hacerla depender de una sólida realidad oculta bajo la diáfana superficie. Hemingway forjó una sólida escuela en la narrativa norteamericana que se prolongaría en autores como Raymond Carver o Richard Ford, herederos legítimos de la teoría del iceberg.

Mucho antes de transformarse en uno de los maestros del cuento, frecuentó la París de los años ’20. (París era la meca para los norteamericanos de entreguerras que anhelaban escribir o simplemente beber y realizar un ajuste de cuentas con la vida). Ya era un “piel roja”, el gran macho de la tribu de escritores. En esa época, una de las más prolíficas, publicó dos de sus novelas, Fiesta (1926) y Adiós a las armas (1929), donde consiguió, gracias a la distancia que tanto ponderaba, plasmar sus experiencias en el frente de batalla. En una de sus más célebres recomendaciones sugería: “Nunca escribas sobre un lugar hasta que no estés lejos de él porque ese alejamiento te da mayor perspectiva”.

“Para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!”, es una frase ciento por ciento de Hemingway. A contrapelo del emblema instaurado por Flaubert –quien advertía que para poder crear una obra un escritor necesitaba establecerse en un lugar tranquilo–,

“Su vida estuvo determinada por un sentido, a veces épico, a veces infantil, de la contienda”, afirma Juan Villoro en el prólogo a la reedición de El viejo y el mar, novela con la que obtuvo el Premio Pulitzer en 1953. El protagonista es un viejo pescador, Santiago, que lleva casi tres meses sin pescar; hasta que captura, luego de una titánica lucha de dos días y medio, un gigantesco pez al que ata a su pequeño bote. El anciano perderá ese botín al día siguiente, en otro combate no menos heroico, en las mandíbulas de los voraces tiburones del mar Caribe. En las ficciones de Hemingway cabalga una constante: hombres que se enfrentan, en una pulseada sin cuartel, a un adversario brutal. Más allá del resultado, el triunfo o la derrota, esas criaturas acceden a otra instancia gobernada por el orgullo y la dignidad. Aun en las peores tribulaciones y reveses, la conducta de un hombre puede mudar la derrota en victoria. Los imperativos categóricos de la ficción pronto perforarían los límites de las páginas. Aunque antes del fin, hubo un atajo inesperado.

Descarga de libros:

Aguas Primaverales (1926):

Fiesta (1926):

Adios a las armas (1929):

Muerte en la Tarde (1932):

Tener o no Tener (1937):

Por quien doblan las campanas (1940):

Al otro lado del rio y los árboles (1950):


Las nieves del kilimanjaro (1951):

Al Romper el Alba (1952):

El viejo y el Mar (1952):

París era una fiesta (1964):


Islas en el Golfo (1970):